1. Vacaciones en modo avión (y sin fecha de aterrizaje)
Creo que fueron las vacaciones más soñadas… inconscientemente. Y digo inconscientemente porque, seamos sinceros, no las pasé como esas vacaciones de catálogo donde uno sonríe frente al mar con un coco en la mano. No. Las mías fueron distintas. Más bien parecían un retiro espiritual forzado, pero, aun así, logré activar mi modo avión sin saber cuándo lo iba a desactivar.
Anastasia Moreno de la Paz
8/24/20253 min read
Creo que fueron las vacaciones más soñadas… inconscientemente. Y digo inconscientemente porque, seamos sinceros, no la pasé como esas vacaciones de catálogo donde uno sonríe frente al mar con un coco en la mano. No. Las mías fueron distintas. Más bien parecían un retiro espiritual forzado, pero, aun así, logré activar mi modo avión sin saber cuándo lo iba a desactivar.
Esto fue hace dos años, cuando estaba trabajando en Nueva Zelanda. Literalmente vivía en mi trabajo. Para ir a la ciudad necesitabas un auto… que no tenía. Transporte público, inexistente. En resumen: era yo, mi uniforme y la nada. Pero ojo, no lo digo como queja: esa oportunidad llegó en el momento exacto, y tuve la lucidez (o la suerte) de atraparla.
Cuando dejé mi país, lo hice con esa fiebre por conocer el mundo, escuchar historias, coleccionar experiencias. Y sí, lo hice por un tiempo. Viajaba sola, tenía espacio para escucharme… aunque, al principio, me hice la sorda. Preferí seguir bailando en mi vida llena de estímulos: amigos, salidas, todo bien. Pero de a poco algo en mí empezó a apagarse. Mi cuerpo me gritaba “ponte en silencio” y yo apenas lo escuchaba.
El trabajo era de turnos nocturnos, así que mi día se resumía en: entrenar, comer, leer y/o ver Netflix, dormir. En medio de esa rutina encontré un faro: Valérie, una francesa que fue mi gran apoyo. A veces el inglés se nos atragantaba, pero había lenguajes más fuertes que las palabras: los abrazos, las risas, los silencios compartidos. Esos seis meses fueron un antes y un después, no solo en lo emocional, también en mi inglés (¡gracias, Valérie!).
En ese proceso de introspección entendí algo doloroso: lo poco que me amaba. Cómo me convertí en la reina del “no pasa nada”, incluso en una relación donde mis límites eran de papel y él venía con tijeras. Spoiler: desastre anunciado (tranquilos, esa historia la contaré después, que sé que hay curiosos por aquí).Y, como guinda, venía arrastrando traumas de infancia. Sí, otra chica con heridas viejas que ni sabía que existían hasta que la vida me las tiró en la cara. Como dice mi psicóloga: “pueden pasar años sin que lo notes… y ¡bam! algo o alguien te lo muestra”. Bienvenidos a mis 30, ¿verdad?.
Parte de esos traumas me hicieron convencerme de que no llorar era sinónimo de ser fuerte, así que me puse la capa de “superheroína emocional” y salí al mundo mostrando un corazón de acero… con un toque de brillo falso, por si acaso. Pero el tiempo pasa, y resulta que el alma sí que necesita llorar. Después de años de practicar la mímica emocional, descubrí que podía abrir la compuerta… con música. Entre playlists nostálgicas y melodías que me abrazaban, apareció una canción con la que crecí: “Mira Niñita”. Esa canción me enseñó a llorar cuando hacía falta, a soltar, a confiar y, al mismo tiempo, a sentir esperanza. Era como un abrazo musical: un poco de todo, mezclando ternura, consuelo y un guiño cómplice de la vida… y sí, con permiso para hacer drama sin culpa incluida.
Pero esa desconexión y esas ganas de sanar llegaron con un invitado no deseado: la ansiedad. Y no cualquiera, una que se disfrazaba de hambre. Terminé encontrando refugio en la comida. Resultado: un trastorno alimenticio que me convenció de que “me lo merezco, luego lo bajo”. ¿Y saben qué? Nunca lo bajé. Al contrario, subí y subí, y con eso, mis inseguridades también.
Busqué ayuda. Empecé terapia. Hablamos de autocompasión, de abrazar a mi niña interna y todo ese mambo espiritual. Y aunque entendía todo, aunque parecía mejorar… el TCA no me soltaba. Mis emociones eran una montaña rusa, mis ganas de volver a casa inmensas, pero algo me decía que aún no era el momento. Que debía seguir.
Y seguí.
Y aquí estoy, escribiéndolo.
Porque, aunque fue un año raro, esa pausa fue necesaria.
Y por hoy, llegamos hasta aquí… no sé exactamente qué vendrá después, pero te invito a quedarte y descubrirlo conmigo.